jueves, febrero 08, 2007
Érase una vez...
A las ocho menos cinco se apagaron las luces. Daphne sonreía en la oscuridad, una sonrisa de triunfo, de rebelión. Los demás se habian ido y ahora estaba sola, aunque eso ya no le importaba, ahora era libre y ya nadie podría volver a murmurar sobre ella a sus espaldas ni echarían el cerrojo al pasar ella frente a sus puertas.
Allí, sentada en medio de la oscuridad, era la efigie de la victoria. Porque ellos no habían podido doblegarla, pese a los interrogatorios, a las amenazas y finalmente la tortura no habían podido romper su firme determinación ni borrar esa sonrisa que ahora esbozaba y que ya no necesitaría ocultar más. Ella había ganado y todos lo sabrían con solo ver su rostro.
No había comprometido la seguridad de todos aquellos que, como ella, actuaban contra lo que consideraban injusto y cruel. Hombres y mujeres que se movían en las sombras sabiendo que en cualquier momento cualquiera podría levantar un dedo acusador y traicionar a quien lucha por su propia seguridad. Que curioso sentimiento es el miedo, que lleva al padre a acusar al hijo, el hijo al padre, el amante a la persona amada. Ella le confió su secreto a quien más quería y, tan solo unas horas después, el enguantado puño de la represión llamaba a su puerta.
Pero todo eso ya daba igual, ella les había plantado cara y había vencido, ya no sentía miedo y por lo tanto ellos ya no tenían ningún poder sobre la triunfal mujer que se sentaba sola en la oscuridad sonriendo burlona a los vencidos.
A las ocho menos seis minutos de aquel Miércoles frío y lluvioso Daphne había sido ejecutada por alta traición y conspirar contra el Régimen. Su último aliento, sin embargo, salió a traves de aquella sonrisa inconfundible de quien sabe que ha ganado.
Etiquetas: idas de olla
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